Mi
hermanito fue el primero que se murió. Él estaba tomando jugo y
le dieron un tiro en el corazón, y también le quebraron los pies.
Los otros niños salieron corriendo y yo me tiré al suelo con un
niño chiquito. Esperé hasta que se acabó la balacera y vino un soldado.
Todos
los que nos dispararon eran soldados. El que se me arrimó, me confundió
con una señora y dijo: ‘Esta señora se maluquió’. Yo
me hice la muerta, pero después le dije que me ayudara, que me iban
a matar.
“Me
toco la cabeza y me dijo que me tranquilizara, y en ese momento
se puso a llorar con el otro. ‘Matamos unos niños’,
le gritó a otro. Entonces uno de los otros compañeros llamó por
un radio y dijo que nosotros estábamos ocultando la guerrilla...
Nosotros no íbamos con ningún guerrillero”.
Ése
fue el relato de Viviana Ramírez, quien a sus 10 años de edad no
sabía con precisión por qué estaba en el entierro de su hermanito
David y de otros cinco estudiantes de su escuela, ni mucho menos
por qué, de un momento a otro, aparecieron hombres disparando en
el camino que los conduciría a La Hacienda Amarilla, donde disfrutarían
de un paseo.
La
niña, de cabello largo castaño claro, permanecía quieta junto a
su madre y miraba fijamente los ataúdes en la iglesia de San Antonio.
Cada rato se le asomaba una lágrima, pero nunca estalló en llanto.
La
pequeña sólo comprendía que Paula Andrea Rúa, de 9 años; Marcela
Sánchez, de 7; Alexánder Arboleda, de 5; Harold Tabares, de 6; David
Andrés Ramírez, de 12, y Gustavo Adolfo Isaza, de 11, estaban muertos
y que paradójicamente ella tuvo que hacerse la muerta para seguir
con vida.
Inocentes
Con
su figura diminuta y abrazada a su esposo, la profesora Lucy Vélez
Velásquez no paraba de llorar en el desfile hacia el cementerio
donde enterraría a los que cariñosamente llamaba ‘angelitos’.
La
mujer, de 33 años, lideró el martes un paseo de olla que con insistencia
solicitaron sus alumnos durante todo el año. La meta era llegar
a la hacienda Amarilla, ubicada a 2 horas de la Escuela Rural La
Pica.
“En
un buzón de sugerencias que pusimos en el colegio, todos los niños
nos pidieron un paseo. Nosotros entonces lo planeamos para el martes.
Por donde teníamos que pasar era tranquilo. Había muchas mangas
planas. Primero teníamos que subir una loma, después llegar a un
morrito y ahí fue que pasó todo”, señaló la maestra.
El
paseo a la hacienda se inició a las ocho de la mañana. Pasadas las
nueve, el sueño de 52 niños se convirtió en tragedia.
“Por
el camino íbamos calladitos. Unos niños se adelantaron y otros íbamos
detrasito. La profesora Lucy y don Hernando nos iban cuidando y
en ese momento el señor gritó que no nos alejáramos mucho. De un
momento a otro todos íbamos en filita. Y a los de adelante, al que
iba pasando, lo iban matando uno por uno. Pum, pum. “En esa
se voltió Gustavo. Venía echando sangre por la boca y entonces los
demás nos salvamos como pudimos. Yo me metí en un hueco y no volví
a ver a nadie, hasta que llegó el soldado”, advirtió Viviana.
La
profesora Lucy había vivido en Dabeiba y salió hace seis años de
allí para salvar su vida. “Pero este dolor que tengo no se
me va a separar. Yo vi que bajaba uno de mis niñitos con sangre
y me gritaba: ‘Profesora, ayúdeme’.
Gloria
Tamayo, madre de Harold Giovanni, mientras tanto, se dio cuenta
de la balacera desde su casa localizada a 15 minutos de la escuela.
“Yo
salí a ver qué pasaba, pues se escuchaban ráfagas. Logré llegar
hasta el sitio y encontré primero el cuerpo de Paula Andrea, después
otro cuerpo y el último que encontré fue el de mi Harold. Allí me
encontré con los soldados, quienes tiraron sus armas. Decían que
por qué habían matado los niños. Lloraban y lloraban.
“No
sé a quién pensaban dispararle. Yo sé que no era a los niños, pero
lo hicieron y un error lo comete cualquiera, pero no uno de éstos.
¡Por Dios! Ellos lloraban. Desesperados se golpeaban la cabeza.
Gritaban: ‘Dios mío, por qué les dimos a estos niños’,
afirmó.
En
ese momento interrumpió Lucy: “En el momento de los disparos,
mi esposo gritaba que eran niños, pero ellos no oían por la cantidad
de disparos que se oían y por las granadas”.
El
sepelio
A las
cuatro y veinte de la tarde, cuando Pueblorrico recorría la ruta
hacia el cementerio, se oscureció la tarde y hasta el cielo lloró
a los seis niños muertos por las balas.
La
lluvia incesante acompañó a los dolientes, quienes no han parado
de preguntarse qué paso el martes cuando un paseo escolar, en la
vereda La Pica, acabó de golpe con los sueños de seis pequeños y
dejó a cinco más con las heridas de la guerra en su cuerpo y a los
restantes con el dolor en sus mentes.
Un
silencio retumbó a las tres de la tarde en las calles de Pueblorrico.
Tres desfiles fúnebres, con ataúdes pequeños, recorrieron las calles
estrechas y empedradas del municipio, y se concentraron en la iglesia
San Antonio del parque principal.
Los
11.000 habitantes de este municipio cafetero eran uno solo en un
templo a punto de estallar de dolor. Allí se mezcló el llanto agudo
de los niños con el de los adultos.
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